martes, 28 de abril de 2009

Premiado "ELLA"



“ELLA”


Bajó del vagón. Mareada. Odiaba el tren, su movimiento, las dos horas de trayecto desde Madrid. Bajó del Tren y percibió los pocos grados de diferencia y ese olor. Ese olor a estación antigua, ese olor con el que tanto había jugado de pequeña, ahí en esas vías antes de que se mudaran a Madrid, cuando aún eran felices viviendo en aquella casita de la estación.

Cogió la maleta y se sentó en un banco bajo el sol de junio, ese que por ser de la sierra solo acarició su rostro, sin quemarlo. Se sentó viendo como el tren se alejaba poco a poco, y con él su vida pasada, sus miedos, sus problemas.

Encendió un cigarro y el humo de esa primera calada le llenó de recuerdos y comenzó a pensar. A pensar en el último año, en ella, en el comienzo de una nueva aventura en la universidad, en su carrera, en su futuro. Se puso a pensar y a soñar con historias por venir, pero nada de lo que veía en su futuro le gustaba, porque nada lo había elegido ella, la palabra libertad no se encontraba en su vocabulario. Y por eso estaba ahí, en esa pequeña ciudad, sentada en esa estación, en ese banco. Estaba ahí para reflexionar acerca de todo lo que había pasado ese último año. Estaba ahí para pensar en sus problemas con la comida, en sus problemas consigo misma y en sus problemas con él.

Cogió la maleta y comenzó a andar, insegura, perdida, sola en una ciudad en la que desde hacía diez años que no vivía. Llegó a la puerta de aquella casa, donde ella había pasado los mejores momentos de su infancia, donde ella había jugando acompañada de la banda sonora del ir y venir de los trenes. Entró y una nube de polvo celebró su regreso. Ella lo hizo encendiendo un nuevo cigarrillo que la llenó de energía para empezar ese capitulo de su nueva vida, ese capítulo que ella misma escribiría. “Ella”.


Tras desempaquetar su ropa y limpiar el polvo de los momentos vividos en aquella casita bajó al trastero. Ahí estaban los recuerdos más lejanos esos que sólo podía recordar por viejas fotografías: un cuco donde aún podía adivinar la risa de un bebé, un viejo cartel que había pertenecido al bar de su abuelo, dedicado por el torero que en aquel entonces estaba de moda… Por fin encontró lo que buscaba, la vieja motocicleta de su abuelo Eduardo, esa con la que él todos los días de verano bajaba desde el taller donde trabajaba hasta esa casita para comer con ella y contarle mil historias y miles de cuentos. Esos ratitos que aún recordaba y que años después la llenaban sus verdes ojos de lágrimas. Revisó la motocicleta y vio que estaba en peor estado de lo que recordaba, así que tomó algo de dinero y salió a la calle. Recordaba un pequeño taller, cerca de su casa donde su abuelo siempre llevaba a “Esme”, si “Esme”: “Esmeralda”. Aquella moto verde había sido bautizada por ella misma cuando su abuelo le había dicho que ella la heredaría. No podía haber acertado más el viejito. Ahora esa moto era suya y no podía creer que aún recordara su nombre. Cuando llegó al taller se encontró con una sorpresa. El taller estaba cerrado pero una amable mujer le indicó que subiendo a la plaza encontraría otro.
Llegó al nuevo taller, un olor a gasolina y a aceite de coche le inundó los pulmones ya ennegrecidos por el humo del tabaco.

-Hola. ¿Qué desea?
-Arreglar esta motocicleta, es antigua pero, con tal que sea rápido no me importa lo que tenga que pagar.
-No se preocupe señorita, cuando era joven mi mejor amigo tenía una igual. Hasta era del miso color. La llamó Esme. Fíjese un nombre de mujer para una moto, sólo a una niña se le podía ocurrir.

Entonces ella reconoció al viejo. Esos ojos claros, sinceros y esa sonrisa que años atrás había roto más de un corazón.

-¡Don Paulino! ¡No le había reconocido! Soy yo, la nieta de Eduardo.
Al viejo se le iluminó la cara y miles de recuerdos de cuando Eduardo vivía se le vinieron a la cabeza. No entendía como no la había reconocido. Estaba muy delgada. Demasiado delgada. Estas modas de ahora… en sus tiempos… sí, eran otros tiempos, aquellos en que su amigo Eduardo y él jugaban felices con aquella chiquilla en el parque de los gnomos.
-¡Cariño! ¡Cuanto tiempo! ¿Pagarme? ¿Cómo que pagarme? ¿Acaso un abuelo cobra a su nieta? Ven tomaremos un café.

Ella salió del taller tras haber tomado un café y fumado seis o siete cigarrillos. Toda la mañana hablando de tiempos pasados, de épocas que creía olvidadas. La había hecho pensar en sus sueños de niña, en sus juegos y en los buenos momentos que había pasado con los dos ancianos. Y pensó porqué no se había acordado de Paulino en tantísimos años y se dio cuenta de que no había respuesta para esa pregunta. La muerte de su abuelo la había entristecido tanto… Quizás fuera por eso.



Se dirigía a la plaza en la vieja motocicleta que Paulino había conseguido arreglar. Veloz contenta y deseosa de hablar con él. Desde que había llegado había hecho lo mismo todos los días. No desayunaba, hacía tiempo que esa ritual había desaparecido de su vida. Nada más levantarse cogía un libro de la vieja biblioteca de su abuela, se calzaba unas deportivas y salía a dar un paseo por la alameda. Sola. Bueno, sola no, acompañada. Acompañada de todos esos pensamientos que volaban por su cabeza y allí bajo la sombra de un árbol leía historias antiguas de volúmenes más antiguos aún. Leía y escribía. Anotaba en los márgenes de esas historias sus pensamientos, sus propias historias. Luego se desnudaba y se metía en el agua, sola, de nuevo con sus pensamientos. El agua acariciaba suavemente la piel que rodeaba sus huesos, esos que cada día se marcaban más.

Mojada aún volvía a casa y subía a la motocicleta, que conducía de nuevo entre miles de pensamientos y se dirigía a la plaza, donde como cada día la esperaba Javier.

El primer día de su estancia allí había caminado sin rumbo hasta llegar a una plaza llena de risas y cantos de niños. Se había sentado en una terraza y sin pedir nada una niña, Laura, ahora sabía su nombre, se había acercado a ella para ofrecerla un helado. Sorprendentemente ella había dicho que sí y desde entonces, todo los días, tras aceptar el helado, cada día de un sabor más sorprendente, Javier, el dueño de la heladería, el tío de Laura, se acercaba a ella y ambos charlaban hasta que el reloj marcaba las dos y como Cenicienta ella huía del lugar, dejando unas monedas en la mesa y perdiendo cada día un trocito suyo en esa carrera. Un trocito que se quedaba con Javier.

Ese día ella se sentó en el mismo sitio de siempre y Laura se acercó divertida por aquel juego que incluía a esa chica tan delgadita. La regaló un helado, de canela. Otro sabor que su tío había creado sólo para aquella desconocida que poco a poco todos los días había ido probando cada uno de los helados con los que Javier había intentado convencerla.
Javier se asomo por encima de la barra. Ahí estaba ella, tan frágil tan guapa. Se acercó.

-Hola
-Hola Javier.
-Mañana no vendrás. Los domingos nunca vienes. Desde que te conozco abro los domingos con la esperanza de verte un rato más.
-No, los domingos salgo a comer. Voy a comer a casa de Paulino. Ya te hablé de él, el viejo de la motocicleta.
-Estás más guapa. ¿Comes?

Cierto, estaba mas guapa. Esos helados y las comidas con Paulino estaban transformando su cuerpo y poco a poco estaba recuperando sus formas. A los dos les había contado sus problemas. A dos desconocidos. Y poco a poco ella se había ido sintiendo más segura. Contó a Javier las novedades del día anterior. Había podido contestar una llamada de su madre, había podido contarla que dejaría medicina. Había podido soportar sus gritos y la había podido decir que estaba enamorada que estudiaría a distancia y que lo haría junto a Javier. Junto a Paulino. Junto a Laura.

Ella no era ya la misma que esa joven perdida que había llegado, hacía sólo dos meses, sola y llena de inseguridades en un tren. Ahora era fuerte. Paulino y Laura y Javier, sobre todo Javier le habían enseñado a quererse, a volver a disfrutar la vida y a enfrentarse a sus miedos. Ellos tres la habían valorado y ella, en sólo dos meses, había encontrado lo que andaba buscando. Un sitio.

Javier se levantó al oír la noticia y la besó.

Sus labios ya no sabían a tabaco. Sabían a amor, a helado de canela y a libertad.

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