sábado, 28 de febrero de 2009

rosas ...


Abrió la puerta de su cuarto y la vio. Sola, sobre su cama. Una rosa. Esa rosa que significaban tardes por venir y buenos momentos juntos, esa rosa con miles de pétalos, miles de sueños, miles de besos aun por llegar.
Se tumbó en la cama y miró al techo. Había sido una tarde perfecta. Llena de detalles. De detalles “cursis”, de esos que solo las chicas como ella sabían valorar. De esos que no das importancia cuando los tienes pero que cuando faltan hechas de menos.
Una tarde que había empezado con la duda. Todo había sido una sorpresa. Un saludo y una flor, un viaje en autobús, un paseo asta un teleférico y allí, en una cabina de once minutos, conversaciones, ilusiones, risas y vistas.
Ella miraba por la ventana, feliz relajada, contenta de estar ahí, de que esa sorpresa fuera para ella y de que fuera ella la que el lunes tuviera una historia por contar. El estaba a su lado, callado, dudando si aquello la habría gustado, impaciente por saber si con esta sorpresa había logrado su objetivo, sorprenderla. La miraba. De reojo. Ella estaba preciosa, resplandeciente, sonreía y él estaba tan feliz de tenerla tan cerca…
Luego un paseo, un pulmón verde en medio de una gran ciudad, caminos, plantas, cardos y mil flores que ella iba pisando con sus botines, segura, llena de vida, iba recta contenta y feliz, estaba en las nubes y los tacones por primera vez no tenían la culpa de ello.
Luego la vuelta, el acento americano y las sonrisas, las palabras susurradas, el estar juntos con los últimos rayos de sol.
La calle Fuencarral había sido testigo de sus besos y miles de tiendas lo habían sido de sus compras ella se había ido probando poco a poco todo lo que encontraba y él no podía mas que mirarla y ver cuanto había cambiado, como esa niña que el había conocido ahora era la increíble mujer que posaba coqueta ante un espejo, tan natural, tan única, tan como solo ella sabía ser.
Y un amigo que les había llamado y con ello una nueva pareja se había unido. Cuatro jóvenes ilusionados, sonrientes, llenos de energía habían llegado a Moncloa entre risas y chistes, confidencias y buenos momentos. Y una autobús que les había dejado en casa. Y un beso. Y tras esa despedida ella subió a casa, rápida, feliz con ganas de hacer sus deberes y de escribir esa tarde maravillosa que ellos habían compartido y con ganas de soñar y, mirando esa rosa, navegar en planes de tardes futuras.

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